Cienfuegos by Alberto Vázquez-Figueroa

Cienfuegos by Alberto Vázquez-Figueroa

autor:Alberto Vázquez-Figueroa [Vázquez-Figueroa, Alberto]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Aventuras
editor: ePubLibre
publicado: 1987-01-01T05:00:00+00:00


El Nuevo Mundo comenzó muy pronto a causar estragos entre los recién llegados.

Aquel paraíso, a buen seguro el más hermoso y plácido lugar que ningún español hubiera contemplado hasta el presente, ocultaba, sin embargo, infinidad de inimaginables peligros, y más allá de las azules y cristalinas aguas, los hermosos arrecifes de coral, la cortina de altivas palmeras de rumorosas copas y la espesa, verde y luminosa vegetación salpicada de orquídeas, monos y cacatúas, pululaban desconocidos enemigos, que venían a demostrar a los haitianos que en realidad los semidioses eran tan vulnerables o más que ellos mismos.

El primero en caer fue Sebastián Salvatierra, ya que una mañana hizo su aparición corriendo aterrorizado al tiempo que gritaba que una serpiente le había mordido, para aferrarse desesperadamente al palo mayor, vomitar por tres veces y derrumbarse entre terribles convulsiones cambiando de color hasta quedar de un tono entre grisáceo y morado para entregar su alma a Dios maldiciendo como un poseso endemoniado.

La terrible impresión dejó a todos sin aliento, dado que a pesar de múltiples calamidades sufridas durante el viaje ninguno de los hombres que zarparan de España había muerto hasta el presente, y aquél constituía sin duda un terrible precedente y un mal augurio de nuevas e incontables desgracias.

Como para concederles la razón a los más pesimistas, una semana más tarde, el ibicenco «Gavilán», un vigía con fama de vista de lince pero más aún de vagancia de oso, tuvo la mala ocurrencia de quedarse dormido bajo una especie de manzanillo de pequeños frutos verdes de rayas negras, sin percatarse de que sus rugosas hojas oscuras iban destilando un jugo blanco y pegajoso que le cubrió el pecho de rojizas ronchas que muy pronto comenzaron a llagarse y supurar haciéndole fallecer presa de altísimas fiebres que le obligaban a delirar llamando a gritos a un tal Miguel, que nadie logró nunca averiguar quién era.

Luego le tocó el turno al granadino Vargas.

Azotado y abandonado durante toda una larga semana al sol del trópico, su estado físico y su aspecto fueron durante un tiempo lamentables, aunque poco a poco comenzó a recuperarse, excepto por el detalle de unas pequeñas ampollas que se le habían formado en los pies y a las que en un principio no concedió excesiva importancia. Más tarde, y como si de una especie de molesta sarna se tratase, el mal se extendió por los tobillos y la pierna izquierda hasta el punto de impedirle casi andar.

Una tarde en que Cienfuegos estaba intentando ayudarle a dar unos pasos por el amplio patio central del «fuerte», Sinalinga reparó en las ampollas y no pudo por menos que lanzar una violenta exclamación de desagrado:

—¡«Niguas»! —señaló—. ¡Malo! ¡Muy malo!

Obligó al granadino a que se tumbara en el suelo, y con ayuda de una espina abrió por completo una de aquellas oscuras bolsas del tamaño de un garbanzo de la cual surgió de inmediato un chorro de un líquido espeso y viscoso y una especie de diminuta pulga que huyó dando saltos.

—¡«Nigua»…! —repitió señalándola, y



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